domingo, 17 de abril de 2016

CONSTELACIÓN AMOR

Madrid, calle del Escorial.
Era un catorce de febrero. No recuerdo muy bien el año exacto, pero aún puedo sentir la frialdad que desprendía ese día.
Una lluvia fuerte y persistente y un viento rebelde y traicionero se  habían unido para crear un ambiente tan tenebroso, muerto y sombrío como el de una película de miedo.
Los más ancianos afirmaban que en toda su vida, nunca habían visto nada igual.
Parecía una batalla encarnizada entre fenómenos meteorológicos, enzarzados en una lucha por  lograr un lugar tan espantoso como aquel, por destruir todo lo que había a su alrededor y asustar a los demás.
Y por hacer de aquel día tan hermoso, un triste recuerdo de nuestra existencia.
Miré por enésima vez la ventana.
No se veía la luna blanca y resplandeciente, brillar como tantos otros días.
Ni veía a Mario.
Mario...
Tragué saliva y un gran nudo se me hizo en la garganta.
No había pasado mucho tiempo desde que ocurrió aquello.
Desde que él se fue. Desde que ya no está conmigo.
Desde que no le abrazo, no le arropo, no siento los latidos de su pecho, no le beso...
Desde que enfermó y fue a un lugar mejor: sin poder celebrar el Día de San Valentín ni nuestro aniversario, sin casarnos, sin conocer a nuestros hijos ni poder criarlos ni amarlos, sin poder cuidarnos mutuamente y sin compartir los mejores y peores momentos.
Sin disfrutar la vida.
Aún después de tanto tiempo, me sigo preguntando el por qué.
Decenas de preguntas comienzan a bullir en mi mente. Unas preguntas decisivas y desgarradoras se agolpan en ella, deseando salir al exterior, ser escuchadas e inmediatamente respondidas, ponerse a flote y no ahogarse dentro de mi interior.
Deseaba quitarme un gran peso de encima; sin embargo, ya sabía que nunca iba a conseguirlo.
¿Por qué nos tienen que quitar lo que más queremos en el mundo?
¿Por qué nos castigan injustamente cuando no hemos hecho nada malo?
¿Será el ciego destino o simple y pura coincidencia?
Lo único que sé es que no puedo vivir sin él, lo echo de menos y siempre lo haré.
Contemplé nuevamente el cielo negro como el carbón.
Abrí la ventana y comencé a llorar.
Había perdido los nervios. No me podía controlar.
Las lágrimas, manaban veloces y juguetonas por mis mejillas y mi enjuto cuerpo temblaba de impotencia.
De pronto, una suave brisa me acarició el rostro y me hizo sentir mejor.
Era un aire gélido que te congelaba las venas, pero cuya presencia no me incomodaba.
Soplaba suavemente, me tocaba, me rozaba y me tomaba la mano.
Nada había conseguido hasta entonces arrebatarme una pena que me había aislado del mundo durante tanto tiempo.
 Esos días donde fui  incapaz de levantarme, habiéndome tropezado infinidad de veces con el mismo obstáculo y donde había perdido las ganas de sentir, amar y vivir, ajena a la cruda realidad de la vida y a la espiral de confusión en la que estaba sumida.
No encontré nada ni nadie que me hiciera levantar y luchar por salir de mi cautiverio. Nadie sería capaz de reemplazar a mi querido Mario.
-¿Dónde estás? ¿Cómo te puedo encontrar? ¡Dios mío! - me levanté.
Veía que me iba a volver loca. Perdía los estribos, temblaba y lloraba una vez tras otra.
No me atrevía a salir de mi habitación. Me sentía perturbada.
De pronto, una súbita corazonada me hizo recobrar mi ansiada libertad.
Me levanté de la cama y salí corriendo.
El reloj marcaba las doce de la noche, seguía lloviendo a mares y el viento no se calmaba.
En aquel momento me sentí totalmente eufórica.
Corría. Sentía mis ligeras piernas deslizarse por el asfalto como si de una bailarina de ballet se tratase.
Más tarde, llegué al Parque del Retiro y me refugié bajo un árbol.
El cielo plomizo, se presentaba amenazante. No se veía ni una sola estrella y de las nubes grises, manaban auténticos chaparrones.
Recuerdo que de pequeña me gustaba la lluvia.
Y ahora me sentía insignificante y me asustaba de ella.
Aunque aquel,  solamente era un simple recuerdo de mi más tierna infancia frente a la realidad de mi perturbada madurez. No era nada importante.
Cerré los ojos y suspiré profundamente.
Me sentí desfallecer, pero no podía dejarme vencer.
No podía seguir siendo presa de mi mente y refugiarme en ella como si fuera un escudo hacia lo inevitable.
Extrañamente, una parte de mí quería salir de ese oscuro pozo al que había estado atada, vivir la vida y dejar el pasado atrás; aunque la otra parte se aferraba con tanta fuerza a mis recuerdos que no me permitía disfrutar y me atenazaba a la total sumisión.
Lo único que deseaba era vivir con total normalidad, como Mario quería, y que encontrara a alguien mejor. Alguien que fuera capaz de devolverme esa sonrisa perdida en una de las más oscuras penumbras.
Pero, ¿cómo sería capaz de olvidar aquel primer y único beso de mi existencia, tan dulce como el mismo azúcar?
¿O esos ojos azules y puros como el mar ?
 Parecía una misión totalmente imposible.
Miré de nuevo al cielo, que se encontraba más negro que nunca.
Mis cansados ojos comenzaron a divisar una claridad en un horizonte que cada vez, se volvía más próximo y tangible, más dulce y hermoso.
Tímidamente, un pálido resplandor de luna iluminó el sombrío parque.
Sin lugar a dudas, aquel era el espectáculo más bonito que había visto en mi vida.
Una de los cosas que no merecían la pena olvidar.
De pronto, como hipnotizada, me fui levantando y alzando la mano.
Uno de mis tantos mayores deseos, era lograr ir a la Luna y contemplar las estrellas desde allí, agarrarlas y sentirlas brillando en mi mano. Admiraba las constelaciones y todo lo relacionado con ellas. Me parecían preciosas y de una belleza incomparable.
De pronto, un grupo de estrellas  comenzaron a formar un  corazón.
Un enorme corazón blanco, en mitad de un cielo pulcro e impoluto,  que tardará miles de años en apagarse, y que mientras tanto nos deleitará con su bella luz.
Parecía la prueba clave del amor infinito que profesamos a nuestros seres queridos y a la naturaleza, que me abrió los ojos a la realidad.
La Constelación A.M.O.R.
Tantos años en este mundo y aún me sorprende cuántas cosas es capaz de darnos, tanto buenas como malas para que no nos rindamos y luchemos por ellas.
Tantos años,  y aún sigue habiendo personas incapaces de darse cuenta de la inigualable belleza que el mundo cada día nos regala, muchas veces, sin que nos percatemos de ello.
Sigo sin tener idea alguna acerca de cómo el mundo nos puede quitar eso que deseamos en nuestras vidas.
Lo único que sé es que las fuerzas he recobrado. Me he dado cuenta de que aún tengo razones para seguir viviendo y disfrutando de los más exquisitos placeres y de mis seres queridos. Tengo que ser agradecida por seguir permaneciendo en él, por seguir viendo los amaneces y atardeceres de cada día y por darme cuenta de lo impredecible que puede ser este destino que nos controla.
Tengo que luchar contra lo más difícil, como él me dijo y como siempre me han enseñado y repetido desde que tengo conciencia de ello.
Hay que luchar por tus sueños más ansiados, aunque creas que será imposible conseguirlos.
Gracias, Mario.
Gracias, mundo...
Por todo.

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